Abandonamos sin prisa la habitación-celda individual donde descansamos anoche, y nada más salir entramos a la cafetería El Cafesinho, donde pedí para desayunar una increíble hondilla de yogur, fruta y muesli que, un poquito aderezada con miel, me alegró la mañana.
Hoy teníamos dos posibles caminos: el interior o la costa. Elegir fue fácil, porque caminar junto al mar nos relaja. El mar casi que nos lleva de la mano y el esfuerzo siempre parece menor: costa entonces!
Y parece ser Ramallosa un pueblo con humedales donde viven gran variedad de aves y otras especies propias de ese ecosistema. Se pueden ver casetas para que las cámaras de fotos o los aficionados a esa fauna, puedan observar sin asustar a esa abundante fauna.
Pero sin esperarlo, las flechas, que hoy eran verdes para diferenciar el Camino de la costa del interior, nos llevaron hasta el monte de eucalipto, tan abundante por estas zonas.
Y luego a la carretera, donde ya se unieron las dos rutas en una, y las flechas volvieron a ser amarillas.
Llegamos a las afueras de Vigo: huertas, pequeñas iglesias, gente que te deseaba buen camino... Las calles se fueron ensanchando y el tráfico creció hasta ser ahora el protagonista.
Seguimos adentro de la ciudad, cada vez más cansados, como siempre al final de cada etapa.
Por fin llegamos al albergue municipal de Vigo. Magnífico albergue. Y el ritual de siempre: ducharnos, lavar ropa y salir a comer.
Ya Carlos me lo había advertido: a esta hora no vamos a encontrar dónde comer... Y es que de 3 a 8.30 cierran cocinas y sólo dejan servicio de café. Y nosotros con hambre canina!
Cogimos, no obstante, un barquito hasta Cangas, para verlo y comer por allí. No fue buena idea porque no ofrece ese pueblo mucho que ver, y encima, nada de nada que comer a esas horas. Menos mal que la cafetería del muelle sí tenía restaurante abierto.
Regresamos después de comer, vueltita por el casco antiguo de Vigo, ahora sí, animadísimo, y al albergue a descansar.
Las piernas parecen hoy de palo, así que aquí lo dejo por hoy.
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